'Buena, limpia y justa', la comida tradicional mexicana

Carlo Petrini es sociólogo, gastrónomo, periodista y escritor italiano. Fundó en 1986 en Italia el movimiento internacional Slow Food, que difunde y promueve la cultura gastronómica local y regional frente a la cultura de la comida rápida y la uniformización del gusto, proclamando la trascendencia de la conservación de variantes locales de plantas y semillas. Como se ha mencionado antes en este blog, Petrini funda también la Universidad de las Ciencias Gastronómicas (UNISG) en 2004 en Pollenzo, Piamonte.  

Buena, limpia y justa', con estos tres calificativos indisociables, la organización llamada Slow Food se propone restituir al concepto de calidad la dignidad que merece y otorgarle un significado más profundo, en un momento cuando todas las actividades productivas enfrentan una realidad difícil, cambiante y problemática en el contexto de una crisis de proporciones históricas (se entiende por slow food, la comida que es buena, limpia y sana, es decir, sana, nutritiva y cuyas ganancias son equitativas para los productores. El término se acuñó en oposición al fast food, la comida rápida).

por Carlo Petrini

El derecho a la alimentación, el equilibrio ecológico, la crisis energética, lo derechos de las minorías y de las poblaciones indígenas, el abandono de las tierras agrícolas, son algunos de los temas que el sector productivo no puede eludir, pues se encuentra directa o indirectamente implicado en ellos. 

Donde se mantienen los saberes tradicionales y la economía de pequeña escala y de subsistencia se practica una gastronomía sustentable que se halla en estrecha armonía con el contexto natural y cultural. Por ello, es urgente defender la biodiversidad y su contexto cultural, ante el riesgo inminente de un tsunami cultural y económico que causará daños irreparables y que gravará irremediablemente a las generaciones futuras. En este contexto son fundamentales los pronunciamientos y las acciones de la UNESCO, al igual que las de tantas asociaciones e instituciones internacionales, nacionales y locales que luchan por defender sus propios patrimonios agrogastronómicos. 

Quien se compromete con la calidad de la comida realiza esta labor de defensa y salvaguardia. 'Bueno' se refiere a la calidad organoléptica, al placer que todo alimento proporciona, un placer que reside en las cualidades intrínsecas del alimento, pero también a un placer cultural, vinculado a los modos de transformación, a las recetas, a todo cuanto en ese producto refleja la identidad del pueblo que lo ha cultivado y cocinado. 

'Limpio' se refiere a la sustentabilidad de un producto en todas las fases de su preparación: desde el cultivo, pasando por la transformación, la distribución, hasta el consumo. En cada uno de estos tránsitos, que conllevan tantas actividades humanas y tantas instancias productivas y culturales, debe respetarse el ambiente y la Tierra: no contaminar, no despilfarrar, no consumir más energía de la que se puede producir. 

Finalmente, 'Justo' se refiere a la justicia social: en nombre de la comida, se practican arbitrariedades y desigualdades; individuos explotados, reducidos a alimentarse poco y mal, obligados a trabajar por compensaciones ridículas, en condiciones de semiesclavitud: es el caso de muchos agricultores en el mundo entero. También debe haber justicia para quien come: los precios deben ser justos, suficientes para quien produce, asequibles para quien compra.

Una calidad buena, limpia y justa es la base para reequilibrar el sistema: respeta la bondad organoléptica, la diversidad cultural, el ambiente y la biodiversidad, la labor de tantos campesinos en el mundo y los bolsillos de los consumidores. El concepto, además, abraza conceptos más amplios, y puede extenderse a todos los sectores de la actividad humana. Una producción buena respeta lo bello y lo funcional, mejora la de aquellos para quienes está pensado el producto, garantiza el placer de su uso cotidiano. Una producción limpia es sustentable en todos sus aspectos: la materia prima, el consumo energético y la ausencia de no reciclables durante la producción. Lo justo respeta los derechos de los trabajadores implicados en el proceso y la suma de un precio justo. Es una idea compleja que requiere un mayor compromiso por parte de todos para verse realizada, y que, estamos seguros, transforma toda actividad económica y productiva en una actividad virtuosa; además de añadir algún punto al PBI, sin duda también genera bienestar; placer y aquello tan escaso e invaluable que llamamos felicidad.

Por ello es fundamental conservar las cocinas y las producciones agrícolas tradicionales así como el conocimiento entorno a ellas. No se trata de conservar de manera estática el pasado, sino de preservar la memoria para ofrecer soluciones puntuales y eficaces a problemas mayores, para reorientar nuestras vidas hacia una calidad más rica en la comida, una calidad que nos haga felices. Quisiera referirme a un episodio que conté en el libro Bueno, limpio y justo y que merece un lugar aquí a guisa de conclusión de estas líneas que, recordémoslo, sobreentienden, en todas sus palabras, cuan funda­mental es la gastronomía tradicional mexicana para los mexicanos y para los habitantes del planeta: 

En el verano de 2001, un viaje me llevó primero a San Francisco, donde se celebraba el primer Congreso Nacional de Slow Food USA, y después a México, una tierra y una cultura a la que me siento muy unido y donde no había estado hacía tiempo. Allí, en la oficina capital, residí durante una temporada. Pude comprobar el estado de pobreza en que viven millones de personas. Muchas fugitivas de los campos tras haber vendido la poca tierra que poseían y llenar los suburbios de la capital en busca de quién sabe qué tipo de fortuna. La pequeña agricultura familiar de subsistencia ha dejado de ser rentable. Sus vecinos, los Estados Unidos de América, ilusionan con el fulgor de sus productos y crean nuevas necesidades. Lo más notable es la invasión de los métodos de agricultura industrial, que reducen la mano de obra. No permiten mantenerse al margen de un círculo vicioso formado por la comercialización de simientes, fertilizantes y pesticidas: todos ellos productos "combinados" entre sí, impuestos por las multinacionales, empobreciendo los saberes tradicionales de una cultura agrícola formada durante milenios de historia. 

En México, donde las civilizaciones precolombinas domesticaron el maíz y tantos otros productos, hoy base de la dieta de millones de personas en todo el mundo, la biodiversidad bate aún récords. Sólo por referirnos al maíz, de las más de mil variedades autóctonas formadas a lo largo de los siglos en perfecta armonía con los diversos ecosistemas mexicanos, casi el ochenta por ciento había sido patentado por multinacionales estadounidenses a la caza de nuevos híbridos. Hoy día estas variedades autóctonas [i] han ido sustituyéndose gradualmente por los híbridos estadounidenses, que necesitan una mayor cantidad de agua. El problema de los recursos hídricos en muchas áreas de México es dramá­tico y es también mucho menos eficiente desde el punto de vista nutricional, por no hablar del sabor. Las tortillas eran (y permanecen en parte) un producto casero, cocinado con habilidad por las mujeres, que podía adquirir diferentes gustos según fuera la variedad de maíz empleada. Una riqueza gastronómica que no debe subestimarse, y que unida a la infinita diversidad de las cocinas tradicionales de los indígenas, siempre basadas en productos autóctonos, configura a la gastronomía mexicana como una de las más complejas del mundo. 

La difusión de los cultivos intensivos de maíz ha amenazado a otras especies vegetales, entre ellas, el amaranto.  Una variedad histórica, básica en la dieta de los aztecas junto con los frijoles y el maíz, que se dice fue proscrita por los primeros colonizadores al ser asociada de alguna forma a los sacrificios humanos que estas civilizaciones en forma ritual. El amaranto ha devenido rarísimo, progresivamente olvidado por las culturas locales: cuando no es solo una planta que necesita muy poca agua para cumplir su ciclo productivo, sino que integra y completa de forma ideal las dietas más pobres de los campesinos. 

Aquel verano me dirigí, pues, a Tehuacán, en el estado de Puebla, para visitar un proyecto admirable –a tal punto que se mereció en 2003 el premio Slow Food por la defensa de la biodiversidad- que se propone la reintroducción del amaranto en una de las zonas más pobres de México, donde avanza inexorable la desertización. El proyecto Quali, ideado y dirigido por Raúl Hernández Garciadiego, se combina, además, con un diseño de regeneración de los recursos hidráulicos que encuentro genial y que recupera unos pocos, y sabios, trucos de los antiguos habitantes de estas tierras. 

En aquella ocasión visité una granja minúscula de explotación familiar para ver en concreto una pequeña parcela de amaranto y escuchar directamente la opinión de los campesinos sobre el proyecto. Acudí acompañado por los responsables de Quali, por algunos colaboradores y por Alicia Deˈ Angeli, conocida chef de México, amiga y gran estudiosa de cocinas indígenas mexicanas. 

La pobreza de aquella familia era evidente, pero muy digna, y sus miembros mostraban satisfacción por haber encontrado una planta, el amaranto, que crecía mejor y permitía ganar algo más que con el maíz. La casa era humilde, algunos niños correteaban por el pequeño corral salpicado de objetos en desuso, de restos de botellas de Coca Cola o de envoltorios vacíos de pan Bimbo. 

Aquel campito de amaranto se encontraba muy próximo a la vivienda, y mientras regresábamos a la casa después de observar las variopintas plantas, sorprendí una interesante conversación entre Alicia Deˈ Angeli y la esposa de nuestro campesino anfitrión. Ambas se detuvieron al borde del cortísimo camino que recorríamos. A lo largo de todo el sendero crecían matorrales: en realidad la casa estaba totalmente rodeada de ellos. El interés de ambas mujeres (las dos cocineras, pero muy distintas entre sí, un hermoso contraste visual contemplarlas juntas) se había concentrado en una de aquellas plantas espontáneas. Reproduzco el dialogo entre las dos: ¡Alicia Deˈ Angeli decía “! ¡Esta hierba es magnífica!, ¿la conoce, verdad?”. “No, ¿por qué?” respondió la dueña de casa. “Es una base excelente para caldos, muy nutritiva y sabrosa. Las recetas que he encontrado en mi investigación proceden justamente de esta zona, son típicas de su etnia”. La perplejidad de la campesina, una mujer de unos cuarenta años, quedó tímidamente impresa en su cara, y pidió consejo a la chef sobre cómo preparar las sopas a partir de la planta en cuestión. Meticulosamente, Alicia Deˈ Angeli le explicó la receta. La cocinera local no había recibido la transmisión del saber, interrumpido quien sabe cuándo. 

Visitamos después la cocina de la casa: la parquedad del equipamiento y del par de cosas que había en la despensa hablaban por si solas de la dificultad de estas personas para llevar algo a la mesa cada día.  En torno a la casa crecían hierbas espontáneas, que durante siglos sus antepasados habían aprendido a utilizar para alimentarse y curarse, mientras que ahora ellos ignoraban por completo como emplearlas y aun la posibilidad misma de su consumo. La tabla rasa de la industrialización agrícola, de la modernización, ha cumplido también aquí su curso: pocas variedades cultivables de los productos más difundidos, poco rentables en este ambiente cada vez más árido, y resulta que la población local ha perdido en un par de generaciones todos los saberes tradicionales que permitían la subsis­tencia gracias a los frutos espontáneos de la naturaleza. Un sencillo conocimiento gastronómico, un saber antiguo, una receta, habían desaparecido de la cultura local y contribuían a hacer aún más difícil la vida de aquellas latitudes, donde la tentación de vender la propia parcela y tras­ladarse a la ciudad de México o solicitar un empleo en las vecinas maquiladoras, es más fuerte que en cualquier otra zona del país. 

En Tehuacán anochecía: y justo en aquel momento, cuando salíamos hacia el corral, el camión que reparte el pan Bimbo casa por casa, se detuvo al principio de la calle bajo un enorme cartel que anunciaba la Coca-Cola; la compañía estadounidense que, ironías del destino, posee el mayor manantial de agua mineral embotellada de México: Tehuacán justamente. Aún hoy Tehuacán es sinónimo de agua embotellada en todo México, y en los bares de muchas zonas del país se pide con ese nombre.  El establecimiento que la envasa destacaba nítidamente a pocos kilómetros de la casa de nuestros amigos campesinos, en aquel limbo de tierra que es uno de los más sedientos y áridos de América. 

Creo que esta página de mi diario es muy ilustrativa y retrata una situación común en muchas partes de México. Cuando pienso que se remonta a hace más de diez, años, siento un temor de que todo haya podido empeorar, pero también siento confianza porque son muchos los mexicanos enamorados sinceramente de sus tradiciones, conscientes de que éstas, tanto más si son gastronómicas, son el basamento de un proceso de desarrollo real. 

La gastronomía mexicana, tradicional e indígena, es 'buena, limpia y justa', por definición. Conservarla y practicarla significa no sólo el deleite de los inmensos placeres que es capaz de transmitir, sino también la construcción de un modelo diferente de desarrollo, que en tiempos de crisis como los actuales, es más necesario que nunca: un nuevo paradigma para que toda crisis pueda transformarse en una oportunidad de futuro. 

Fuente. ‘Elogio de la cocina mexicana. Patrimonio cultural de la humanidad’. Conservatorio de la Cultura Gastronómica Mexicana (CCGM), Artes de México y Grupo Maseca (GRUMA). 1ed. Ciudad de México 2012.



[i] La cocina mexicana se ha nutrido a través del tiempo con ingredientes de procedencia extranjera mezclados con los ingredientes nacionales; un ejemplo de esto es el uso de la canela, proveniente del sureste asiático y la vainilla originaria de México.

Haciendo Futuros
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Piura, Agosto 20, 2022

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